Compartimos el documento elaborado por el Colectivo de historia reciente, integrado por docentes e investigadores de diversas Universidades nacionales
En la Argentina se ha establecido fehacientemente, como resultado de la lucha del movimiento de derechos humanos, de la acción de la justicia, de las políticas públicas de distintos gobiernos constitucionales y de la investigación académica, la trágica singularidad de los crímenes cometidos por la última dictadura militar, que procuró eliminar toda forma de la disidencia política con el orden social establecido.
Eliminar la disidencia política significó la voluntad de exterminar —a través del asesinato, la desaparición, la cárcel o el exilio—toda palabra, actitud o gesto críticos sobre las desigualdades sociales existentes y que propusiera su transformación a través de diferentes vías. Las políticas de exterminio abarcaron a un amplio conjunto de activistas y militantes, y no se ciñeron a los miembros de organizaciones armadas.
Esa política de exterminio se ejecutó por medio de un plan sistemático que involucró un modo represivo (el secuestro y tortura, los asesinatos clandestinos, la desaparición forzada y la apropiación de niños y niñas) de alcances inéditos por su profundidad en la fractura y reconfiguración de los más básicos vínculos sociales. Si bien existieron grados relativos de autonomía en los modos específicos en que cada fuerza en cada región llevó a cabo las acciones represivas, resulta indudable el carácter centralizado del extenso plan represivo que asoló a la Argentina en los años dictatoriales. La violencia extrema, la deshumanización de las víctimas, la generación de un clima de terror extendido, fueron todos aspectos de un mismo dispositivo represivo que se autojustificaba en la supuesta existencia de una “guerra sucia” o antisubversiva.
El carácter regional de las prácticas represivas implementadas a través del “Plan Cóndor” demuestra claramente que el objetivo era la supresión de una cultura política radicalizada y de un estado de movilización social que comprendía pero excedía ampliamente a los grupos guerrilleros, y que buscaba el disciplinamiento de los movimientos populares en la Argentina, pero también en el resto del Cono Sur.
Ese crimen no ha cesado, en la medida en que los represores guardaron silencio (incluso cuando las “leyes del perdón” los eximían de persecución legal), y siguen haciéndolo, sobre el destino de centenares de niños, ahora adultos, apropiados violentamente, ni tampoco han dado informaciones relativas al paradero de los miles de asesinados y desaparecidos. Tanto la negativa a brindar informaciones o documentación, como el silencio mantenido aún hoy día por los represores, prolongan la violencia ejercida hace cuatro décadas, ya que —como en toda política de exterminio—el borramiento de sus huellas forma parte de las políticas criminales.
Este conocimiento acumulado y probado durante varias décadas no ha dejado de recibir, desde diciembre de 2015, las más diversas formas de descalificación, negación o relativización por parte de importantes funcionarios del nuevo gobierno. A su vez, esto facilitó la emergencia de voces que a través de distintos medios defienden y reivindican el terrorismo de estado.
El cuestionamiento de la cifra de 30.000 desaparecidos y la idea de que ese número es un mero ardid se articula con la afirmación por parte de funcionarios del gobierno en actividad acerca de la inexistencia de un plan sistemático represivo. Es decir, estas afirmaciones no buscan convocar a la investigación académica, sino que forman parte de una estrategia destinada a relativizar el crimen y normalizar aquella experiencia histórica, de manera de diluir su especificidad y ocultar con ello las responsabilidades criminales, políticas y judiciales de sus impulsores, ejecutores y cómplices. Son las Fuerzas Armadas y de seguridad las que deben entregar esa información, y es el Estado el que debe arbitrar todos los medios para que la lista completa de asesinados y desaparecidos se torne pública.
A ello se suma una marcada banalización del discurso sobre la historia reciente, expresado en las respuestas del presidente Macri sobre la cantidad de desaparecidos, el recurrente llamado a mirar hacia el futuro dejando atrás un pasado al que consideran un lastre, o el desprecio por la cuestión, evidenciado en frases como “el curro de los derechos humanos”. En el marco de declaraciones y gestos gubernamentales signados por la ¿ignorancia? sobre los aspectos más elementales de la historia argentina y el desinterés por su conocimiento, esta banalización busca cerrar los debates sobre el terrorismo de Estado, dejando en penumbras, entre otros factores, las responsabilidades de otros actores civiles (económicos, eclesiásticos, sindicales, intelectuales, etc.) en el proceso histórico abierto en 1976, y que aún no se han esclarecido en plenitud.
Expresiones como la del ministro de Cultura Pablo Avelluto, cuando sostiene que el actual gobierno se ocupa “de los derechos humanos de los vivos”, son terminantemente desmentidas por las propias acciones gubernamentales: la detención ilegal de Milagro Sala y otros activistas en Jujuy y el consecuente desconocimiento de las resoluciones del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Detenciones Arbitrarias y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que ordenaron su liberación inmediata; el decreto presidencial que desconoce la ley migratoria vigente y viola el debido proceso, el cual ya ha sido objetado por la CIDH; la intención de bajar la edad de imputabilidad para delitos comunes, vulnerando tratados internacionales de los que la Argentina forma parte; la “cacería” represiva que tuviera lugar en la movilización de las mujeres el pasado 8 de marzo; la búsqueda constante por criminalizar la protesta social y limitar los derechos de los trabajadores; la descalificación trivial y provocativa de la movilización de centenares de miles de personas en ocasión de la conmemoración del 41º Aniversario del golpe de Estado de 1976, la omisión de las obligaciones legales del gobierno —como en la negativa a convocar la paritaria nacional docente— son sólo algunos de los muchos casos que refutan aquellas expresiones.
Precisamente en este marco, desde su asunción, el gobierno de Mauricio Macri ha desplegado una serie de medidas que, miradas en conjunto, constituyen una política estratégica de desarticulación de las instancias que han posibilitado el conocimiento fundado y preciso de las prácticas represivas y de las luchas populares de la historia reciente de nuestro país. De tal modo, el desmantelamiento total o parcial de áreas que investigaban las responsabilidades corporativas en los crímenes dictatoriales y que aportaban pruebas a los juicios y/o asistían a las víctimas —como el Grupo Especial de Relevamiento Documental, los Equipos de Relevamiento y Análisis de los Archivos de las Fuerzas Armadas, el Programa Verdad y Justicia, el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, la Subgerencia de Promoción de los Derechos Humanos del Banco Central, la asignación de personal militar para dirigir el Programa Nacional de Protección de Testigos— han ido a la par con la limitación de los programas destinados a la difusión y reflexión sobre el terrorismo de Estado en instituciones educativas y de la sociedad civil, como el Programa Educación y Memoria del Ministerio de Educación de la Nación, la Red Nacional de Educación y Memoria y los diversos programas provinciales que conformaban parte de la misma.
Los abajo firmantes, profesores, investigadores y estudiantes de distintos campos de las ciencias sociales y las humanidades, reiteramos nuestro compromiso con las banderas de Memoria, Verdad y Justicia, y expresamos nuestro repudio frente a las declaraciones negacionistas y relativizadoras emitidas por diversos funcionarios del gobierno de Mauricio Macri. Estas expresiones acompañan el desmantelamiento de las políticas públicas que contribuyeron a la construcción de un conocimiento basado en pruebas irrefutables sobre el pasado reciente, a su difusión y a la consecución de juicios contra los responsables y ejecutores del terrorismo de Estado.
1. Roberto Pittaluga (UNLPam/UNLP/UBA);
2. Emilio Crenzel (CONICET-UBA);
3. Emmanuel Kahan (CONICET-IDIHCS/UNLP);
4. Daniel Lvovich (CONICET-UNGS);
5. Marina Franco (CONICET-IDAES-UNSAM);
6. Gabriela Aguila (CONICET-UNR);
7. Luciano Alonso (CESIL – UNL);
8. Ana Barletta (IDIHCS/UNLP);
9. Ernesto Bohoslavsky (CONICET -UNGS);
10. Jorge Cernadas (UBA-UNGS)
11. Patricia Flier (IDIHCS/UNLP);
12. Patricia Funes (CONICET-UBA);
13. Santiago Garaño (CONICET- UBA-UNTREF);
14. María Paula González (CONICET-UNGS);
15. Silvina Jensen (CONICET-UNS);
16. Laura Lenci (IDIHCS/UNLP);
17. Laura Luciani (CLIHOS-UNR);
18. César Mónaco (UNGS);
19. Alejandra Oberti (UBA/Memoria Abierta);
20. Alberto Pérez (IDIHCS/UNLP);
21. Luciana Seminara (CLIHOS/UNR);
22. Hernán Sorgentini (IDIHCS/UNLP);
23. Cristina Viano (CLIHOS/UNR)
24. Pablo Scatizza (UNCo)
25. Marta Philp (UNC)
26. María Laura Olivares (UNPSJB/FEHR/GIHP)
27. Lorena Julieta Martínez (UNPSJB/FEHR/GIHP)
28. Monica Gatica (FHCS – UNP)
29. Héctor Schmucler (UNC)
30. Elizabeth Jelin (CIS/CONICET/IDES)
siguen las firmas