Fotografiar la metáfora de la luz
Octavio Fraga Guerra • La Habana, Cuba
José Manuel Riera es uno de los fotógrafos más experimentados del cine cubano. Su carpeta audiovisualsupera las 200 obras,construida desde los preceptos del rigor, del ejercicio de pensar el cine, y también la televisión.
Su aguda mirada distingue en la filmografía de los más antológicos cineastas cubanos. Santiago Álvarez, Juan Carlos Tabío, Manuel Herrera, Sara Gómez, Enrique Pineda Barnet, Octavio Cortázar, Rogelio París, Fernando Pérez, José Massip, Mayra Vilasis, son tan solo diez de los muchos realizadores que han contado con su talentoy su cómplice vocación de fotografiar la metáfora de la luz.
Todos ellos, y muchos otros, lo han invitado para fotografiar puestas en escena, momentos dramáticos o encuadres documentales. Su oficio de creador que no reconoce horizontes, se ha materializado en variadas temáticas e historias, empeñado enlegitimar el verso de la verdad o la construcción de un discurso apegado a la autenticidad de los hechos narrados y el esperado revolucionar de las formas o las estéticas.
Filmes como Valle del Cauto, de Manuel Herrera; Viviendo al límite, de Belkis Vega; Las sombras corrosivas de Fidelio Ponce, aún, de Jorge Luis Sánchez; Yo soy del son a la salsa, de Rigoberto López o Chapucerías, de Enrique Colina, son parte de las muchas huellas construidas por este esencial fotógrafo, que escribe su arte con distinguida singularidad y renovado talento. Su maestría descansa desde los claros del oficio y el estudio como práctica insustituible, que complementa con su labor de magisterio en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.
Pero Riera no se conforma con hacer fotografías para cine de ficción, documentales o apuestas televisivas. También entrega su renovada experiencia en los singulares escenarios de creación que son propios de los dibujos animados. Directores como Tulio Raggi o Mario Rivas, lo han tenido en su nómina de creadores, seguramente por esa voluntad de hacer más allá de los tradicionales predios de la cinematografía cubana.
La última entrega de animación en la que participó este destacado cineasta fue en la pieza Meñique, un largometraje del realizador Ernesto Padrón que tuvo una gran acogida del público nacional. Esta recepción reveló la pertenencia y complicidad de varias generaciones ante un género distinguido, de gran alcance social.
Se impone hablar de su más reciente entrega. Una vez más se enroló en una producción de escaso presupuesto, cuyos escenarios son los campos de Cuba. Lo hizo para fotografiar sus paisajes, sus agrestes desfiladeros de ríos quebrados y los hombres que le habitan, más bien las mujeres.
Café amargo, ficción del cineasta Rigoberto Jiménez, le sedujo para volver a las raíces de nuestra cultura, a los pilares de nuestros más elevados acentos de la sabiduría popular. Es un relato atractivo, de encendidas palabras, de conflictos y emociones, reciclado desde el documental Cuatro hermanas, que el propio realizador filmó cuando formaba parte de la mítica productora Televisión Serrana. Un texto de cine que exhibe una virtuosa estructura narrativa, escrita por los guionistas Arturo Arango y Xenia Rivery. Una historia de cuatro mujeres aferradas a sus tradiciones que se entierran en la soledad.
En esta entrega, Pepe Riera acusa la lente discriminando personalidades, encuadrando gestualidades construidas para el fortalecimiento de la expresión corporal, de los cauces de las palabras ante actrices que tuvieron un ejemplar desarrollo actoral. Emplazó la cámara con elegancia y claro sentido de su lugar en el filme, ante el desafío de contar con una lente que discrimina o deja fuera descartes de luces y sombras. Supo poner la fotografía al servicio de la dramaturgia, de los vocablos de sustantivas envolturas. O desentrañó esos paisajes, no para hacer una postal del recuerdo, más bien para edificar una atmosfera de vastas dimensiones ajenas al discurso tardío de lo tele novelesco.
Pero toca darle la palabra al director de fotografía de esta obra. Algunas pocas preguntas que tan solo pretenden poner en primer plano lo que ocurre en los escenarios de una filmación y las ideas que sustentan su propio desarrollo hasta el arte final.
¿Cómo te incorporaste al proyecto Café amargo?
J.M. Riera: Rigoberto y yo nos conocimos desde que él trabajaba en Televisión Serrana y el director era Daniel Diez. Ambos venían a los Festivales del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana y allí compartíamos experiencias, anhelos, sueños. Después nos reencontramos en la Escuela Internacional de Cine y Televisión, de San Antonio de los Baños.
Cuando fue a hacer esta la película, su productor me habló del interés que tenían de que me incorporará al equipo de realización. A mí me motivó mucho porque el mundo campesino me atrae. Hay una parte importante de la cultura cubana que está en ese entorno: la picaresca, la poética, las décimas, la música.
Incorporarme al rodaje fue un gran desafío. No es lo mismo hacer una película aquí en La Habana que irse a la Sierra. Allí estás metido en el medio del campo y careces de una serie de herramientas necesarias para conformar y narrar visualmente una historia.
No aprendí hacer cine en una escuela, aprendí trabajando con fotógrafos que fueron mis maestros. Pablo Martínez y Rodolfo López me enseñaron a fotografiar con imaginación, a sustituir las carencias de determinadas infraestructuras para lograr la narración visual de una película. Y eso me vino muy bien a la hora de lanzarme con esta ficción, porque las cosas que teníamos que enfrentar eran tremendas.
Por ejemplo, para hacer los exteriores de la casa donde vivían las protagonistas no había manera de colgar dos lamparitas que habíamos llevado. ¿Cómo lo resolvíamos? No teníamos trípodes que dieran esas alturas. Entonces se me ocurrió ir con el productor a una tienda campesina y comprar dos rollos de alambres de púa. Ese con el que se cierran los cuartones de las reses y, sin quitarle las púas ni nada, los amarramos a distintos árboles que rodeaban la casa y ahí colgamos las lámparas.
Quise seguir un poco la tónica del documental que había hecho Rigoberto sobre estas cuatro mujeres, dar una imagen muy espontanea, aunque se tratara de una ficción. Por tanto, determiné hacer gran parte del filme cámara en mano, incluyendo los planos fijos para que no estuviera enclavada, que “respirara”, que se moviera de alguna manera.
Tenía otro gran desafío. En las grandes carreras que hacían los personajes en ese escenario rural, iba a percibirse demasiado el movimiento involuntario que provocaba ese corretaje. Me hacía la idea de que, si el camarógrafo corría detrás de ellos, iba a tener como resultado una fotografía semejante a la que hicieron los reporteros cuando la explosión de La Coubre.
Nos tocó reinventar soluciones que tienen antecedentes en el cine cubano. En el año 67 hacíamos cosas tan elementales como esa “sillita” que los niños componen entre dos para jugar. Muchas veces así llevábamos a Pablo Martínez, que era muy delgado, nada corpulento, y la cámara se mantenía con mucha más estabilidad.
Por eso pensé en lo que finalmente llamamos el “paradolly”, mezcla de Dolly (herramienta especializada para los equipos de rodaje cinematográficos y de producción televisiva, diseñada para realizar movimientos fluidos) con parihuela. Y esa “camilla”, que de alguna manera tenía un asiento, se movía como un ciempiés mientras más personas la llevaran. Y así logramos que se mantuviera más estable.
La idea de trabajar el cine documental en esta película de ficción, cámara en mano, respondió al fin de facilitar el movimiento a las noveles actrices, debutantes en el cine, e impregnar a la película una dinámica en tal sentido.
En determinado punto dramático, el filme empieza a ponerse “duro”, a “oscurecerse”. Entonces me acerqué a la pintura de Caravaggio, al tenebrismo que el artista impregnó en su obra,y aumenté los contrates. En ese momento, el trabajo de fotografía dejó de ser cámara en mano. La anclamos en el trípode, porque, además, ya estaba trabajando con actrices muy consagradas como OneidaHernández, Coralita Veloz, Adela Legrá, y Mirelis Echenique, de Bayamo. Quise que en ese estadio hubiera cierta quietud en la imagen y el reforzamiento del contraste me ayudó a conseguir una atmosfera completamente distinta a la que logré con las más jóvenes.
¿Qué me quedaba para la película? Dibujar el aislamiento en que vivían esas mujeres ya mayores y enfermas, y enfermos sus cafetos también. Todas llegaron a un punto culminante de la vida. Lo que me interesaba mostrar de esa gente era el contexto donde vivían, una casa metida en medio de un entorno de la Sierra.
Me alegro mucho de haber participado en este proyecto, de tratar un filme en el contexto campesino. De haberlo hecho como muchas películas cubanas, con poco presupuesto. Pero también, como decía Oneida Hernández, de pasar algunas molestias. Porque todo el mundo experimentó un sentido de pertenencia con lo que estaba haciendo. Se realizó con una entrega y entusiasmo tremendos. Es una película independiente, en la que no tuvimos buena comida, ni buenos lugares donde hospedarnos.
También fue estimulante la acogida que tuvo en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Fue muy bien recibida sin haber contado con mucha propaganda. Siempre la vi a cine lleno y al final el público salía complacido.
¿Qué otras ideas previas tenías sobre la concepción fotográfica del filme?
J.M. Riera: Todo diseño fotográfico se enfrenta a numerosos obstáculos. Por ejemplo, había una escena en la que Lola, uno de los personajes principales, se levantaba por la mañana, iba al pozo y recogía agua para lavarse la cara.
Esa acción se desarrollaba con un sol que penetraba entre las rendijas de la casa y las maderas. Era muy atractivo, porque realmente daba una imagen muy convincente de lo que es un amanecer. Sin embargo, no pude materializar las filmaciones de esos exteriores, porque estaban planificadas para los últimos días y llovió intensamente. En la Sierra llueve constantemente. A veces teníamos que salir del lugar pues vivíamos al otro lado del río.
Quise hacer una película con una estructura clásica. No pretendí que la fotografía, desde el punto de vista formal, estuviera por encima de esa narración. En ese sentido, fui lo más auténtico posible.
Según algunos cineastas, la precariedad estimula la creatividad ¿Cuál es tu mirada al respecto?
J.M. Riera: Creo que sí, las circunstancias obligan. El desafío está en ver qué hacer como fotógrafo, si los caminos formales que buscas están de acuerdo con los recursos que tienes para contar la historia. No me agrada, por ejemplo, ver como muchos fotógrafos trabajan el cine documental sin hacer un mayor uso de la luz espontanea, de la luz que entra por una ventana, por una puerta. No hacen de ella un medio que domina, la utilizan sencillamente para alumbrar. Colocan al entrevistado frente a un diseño de luces que lo aplana todo.
Si hacemos un paralelo entre el mundo campesino y el trabajo con la luz, yo diría que luz para mí es como el caballo que monta el campesino. El caballo puedes montarlo de la manera más salvaje posible, desprovisto de todo oropel, monturas, riendas. Incluso, lo puedes montar a pelo. Pero hay que domarlo. Lo mismo pasa con la luz.
Puedes tener una luz salvaje. Pero tienes que aprender a utilizarla. De qué manera, desde qué ángulo, qué tipo de luz, cual color de luz, si es más tamizada o más dura. Todos esos elementos tienes que dominarlos y pensarlos antes de asumir el proyecto.
Otro de los grandes problemas que tenemos en nuestra cinematografía es que los nuevos fotógrafos se preocupan más por dominar una cámara que por dominar la luz, y allí hay un problema. La luz está hecha para que nosotros podamos ver un algo. Pero cuando la utilizas en un medio artístico ya no es igual. Ya no es solo mostrar, sino hacerlo con cierto dramatismo.
Muchos episodios que se desarrollan en el interior de la casa tienen un peso importante en cuanto a dramaturgia y puesta en escena. Percibo una fotografía del retrato, un encuadre de personalidades…
J.M. Riera: No es una fotografía del retrato, más bien del significado de la luz. Por ejemplo, en un plano, casi al inicio, donde las protagonistas están reunidas en la sala y una de ellas está moliendo café, la escena está dada con el movimiento del barroco. Hay un paisajismo bastante clásico que me recuerda a los pintores cubanos.
Mi intención fue lograr que las atmósferas fueran creíbles. Seguir de alguna manera la coherencia que aporta la luz dentro del relato. Acompañar desde mi oficio la historia que Rigoberto quiso contar.