Al comienzo el cine era sólo teatro filmado, no sabíamos o no podíamos hacer otra cosa, la influencia del teatro era demasiado cercana y demasiado pesada. Serían necesarios unos cuantos años para reparar sobre ello, para romper el cordón umbilical con el teatro y para que el cine se transformara en un arte en sí mismo. Poco a poco, esa imagen plana, con los actores moviéndose delante de la cámara como sobre el escenario, donde el montaje aún no existía, fue reemplazado por iluminaciones que ocultaban (más que dejaban ver) una parte de la imagen. Lo oculto en una obra de teatro está dado principalmente por lo no dicho, por los silencios o por los propios diálogos, más raramente sin embargo por la iluminación, aunque existen excepciones.
Al comienzo, también, era una cuestión puramente mecánica, por no decir científica, porque no sabíamos, era todavía demasiado pronto. Nadie toma realmente conciencia de lo oculto, más aún, del ocultamiento en el proceso de proyección de una película cinematográfica. Pasamos la mitad del tiempo, durante la proyección de un film, en el negro más absoluto ya que, para dar sensación de movimiento, se debe pasar de un fotograma al siguiente. Ese pasaje es necesario esconderlo, ocultarlo del espectador. Para realizarlo, un obturador se sitúa entre el objetivo y la película (tanto en el proyector como en la cámara) durante un cincuentavo de segundo con el fin de disimular ese pasaje, que sino sería muy fragmentado. Creímos, durante mucho tiempo, que se trataba de un defecto fisiológico de nuestro ojo. Llamamos «persistencia retinaria» a ese fenómeno que permitió la invención del cine. Gracias a ese «defecto» no notamos ese pasaje de un fotograma al siguiente, porque es muy breve, un cincuentavo de segundo, casi imperceptible. El proyector cinematográfico disimula, entonces, 24 veces por segundo, cada pasaje de fotograma que sino sería demasiado evidente debido a que una grifa lo «arrastra» para dejar lugar al siguiente y así sucesivamente. Eso es lo que nos da la sensación de movimiento, de ahí su nombre griego kino, movimiento. Sin ocultamiento no hay disimulo, no hay movimiento.
Pero en el nacimiento del cine eso aún no lo sabíamos, todavía menos aquello que vendría mucho más tarde, en la adolescencia y madurez del cine. Sin embargo, una intuición artística existía, tomaba forma tal vez basada en la pintura. En ella, ya algunos siglos más temprano, extraordinarios pintores como Rembrandt o Velázquez, por citar solamente dos, prefirieron no mostrar todo sino ocultar grandes partes de sus cuadros. Como los realizadores de nuestros días hacen en la pantalla. Hay también una razón para ello: una imagen «chata» no genera interés porque el ojo va rápidamente a la zona más iluminada. Consecuentemente, una suerrte de tridimensionalidad (un chiaroscuro, como lo llamaban los italianos) es necesaria para construir esa tercera dimensión artificial.
Sin un primer plano sombrío, o hasta negro, el ojo no iría hacia la luz que lo atrae a lo que interesa. Esa forma alcanza una cima en el cine mudo, entre los expresionistas alemanes. Ellos lo sabían o tenían la intuición y tenían la ventaja o la suerte de no distraerse con el sonido. Toda su concentración estaba dirigida hacia la imagen, en consecuencia lo oculto podía existir y permitirle al público, al espectador, adivinar.
Es entonces que la invención del montaje, del cual Eisenstein fue teórico y precursor, lo que nos hace abordar ahora otro aspecto del secreto y lo oculto en el cine. La expresión pura del poder de mostrar solamente aquello que el realizador quiere mostrar. El hecho de dar a cada plano una duración determinada, elegida con cuidado por el realizador con su montajista, mostrar largamente o brevemente una parte ínfima de toda la escena, para hacer sentir al público emociones o sensaciones que estarían ausentes si filmásemos, por así decir, una obra de teatro sin interrupción. i Que interés!
Los japoneses dan una gran importancia a la sombra de lugares, objetos o personas que apenas vemos. Un ejemplo maravilloso es la admirable obra de Tanazaki Junichiro «Elogio de la sombra», que me ha inspirado mucho no solamente para mis trabajos como Director de Fotografía sino también en la vida cotidiana, en los lugares que habito, en la mirada sobre la pintura.
Es muy triste constatar en el cine actual, salvo en rarísimas excepciones, la poca importancia que le damos a esa forma de iluminación donde uno «cubre» solo aquello que quiere mostrar al público. Hoy recubrimos, por así decir, la imagen de luz en todos lados, en virtud de una suerte de consigna no escrita que no viene sólo de una directiva emanada directamente de la televisión sino también, lamentablemente, de la falta de sentido artístico de la imagen cinematográfica, de la falta de medios, de la utilización de cámaras de video en lugar de cámaras cinematográficas, de la pobreza de imaginación de los realizadores.
Un gran Director de Fotografía ruso dijo, hace ya mucho tiempo, que no hay nada peor que un DF que por falta de habilidad pisotee, aplaste un rostro con demasiada luz y destruya el alma del comediante. Nada más cierto que eso, porque lo vemos todos los días en cualquier film o telefilme. De todas maneras, la televisión tiene horror de las imágenes poco claras que ocultan, que esconden lo inasible, ¡la regla imperativa es que el espectador no pueda verse ni ver su sala reflejada en la pantalla! (sin considerar que cuando un gran film en blanco y negro se pasa por televisión es siempre de una gran belleza, casi tanto como en la pantalla grande. Esto prueba que esa consigna es inadecuada.)
Aunque la televisión nos impone una imagen donde se supone que el ojo «ve todo», una serie norteamericana de los años ’90 tuvo un enorme éxito entre nuestro público. Me refiero a «Los expedientes secretos X». Cada episodio guarda siempre su misterio, nada se resuelve y todo se desvanece en la sombra; los encuadres no muestran casi nada y la organización espacial oculta casi todo al espectador. He aquí una excepción a la regla impuesta equivocadamente por la televisión -a tomar en consideración.
Con la gigantesca afluencia híper-industrial de imágenes creadas con el único objetivo de hipnotizar a las masas de jóvenes (¿o de adultos?), donde nada queda librado a la imaginación, donde no hay nada secreto ni oculto (aparte del hecho de querer generar un público completamente descerebrado), perdemos poco a poco el sentido y, por qué no, lo sublime de aquello que nos puede aportar el (buen) cine.
El misterio y lo oculto que portaban las películas de la época muda (hablamos, por supuesto, de las obras maestras) con ese magnífico blanco y negro -que no nos distraía ni con el color, ni con el habla, ni con la música- nos dejaba concentrarnos en la historia y la acción, saborear la composición, inclusive cuando había interrupciones, aquí y allá, con los antetítulos. Teníamos el tiempo de mirar, por qué no, la imagen, de buscar los detalles en las sombras como haríamos con la gran pintura de un maestro. Todo eso está definitivamente terminado… sin que sintamos sin embargo alguna nostalgia por ello.
Ricardo Aronovich (ADF, ABC, AFC)
Este artículo apareció en «Sigila», revista interdisciplinaria franco-portuguesa sobre el secreto, N° 20 (otoño-invierno 2007) y fue cedido especialmente por el autor para su publicación. Traducción: Ana Spivak.